lunes, 21 de septiembre de 2009

Federico Solórzano


De nuestro pasado número, dedicado al Año Internacional de Darwin
Entrevista Federico Solórzano

Exhumador del pasado






El ingeniero Solórzano, gran precursor de la paleontología en Jalisco


Las piezas se miran frágiles y diminutas, amontonadas en un contenedor, como si se tratase de un rompecabezas.

“Son de roedor” observa el ingeniero, percibiendo mi distracción.


Las cajas inmovilizaban incontables fracciones de seres que alguna vez corrieron por las praderas del Jalisco prehistórico; entre el pródigo muestrario –en realidad, tan sólo el sobrante de una colección repartida en el museo Regional de Jalisco y el Museo Federico Solórzano de paleontología- no sólo se contaban osamentas de roedores o rumiantes del pleistoceno, plioceno y mioceno: notables, se diferenciaban los restos de cráneos humanos, haciendo imposible no recordar el ensayo de Carl Sagan sobre “el cerebro de Broca”. ¿Cuáles fueron los últimos pensamientos y preocupaciones de los cráneos presentes ante mí? ¿Será posible que el mío propio –o el del lector- vaya a terminar en un reciento similar dentro de miles de años?


Me acerqué a observar una pieza que ha sido la pasión particular del octogenario ingeniero y paleontólogo jalisciense Federico Solórzano: el resto de una quijada o arcada imposible de identificar con un grupo humano conocido en las américas, y más emparentada con sus contrapartes primitivas, como el neandertal.


“Se supone, para el bloque conservador de investigadores, que antropológicamente hablando, y paleontológicamente hablando, nada puede ser más antiguo que el horizonte Clovis (algo así como 14 mil años), y no puede haber otra especie en el continente que la sapiens. Punto.”


Su habla es calma y pausada, paciente: sabe de sobra la incredulidad por su descubrimiento el cual, no deja de sorprender, ha recibido más atención por parte de expertos extranjeros que nacionales:


“Cuando yo presento la arcada a alguno de los especialistas, se interesan mucho ‘¿De dónde es?’ preguntan ‘De Chapala’. ‘¡Ah no!’, se acaba el interés.”


Dicho esto, repara en la integridad con lo cual lo presenta: “Y no crea que comparé la arcada con unos cuantos, la comparé con 1200 cráneos. A ninguno se le parecía. Entonces, la comparé con cráneos prehistóricos principalmente: a todos se parecía. Y pues estamos en México, no estamos en África ni nada de eso (…) No es que yo diga que ese cráneo sea de neandertal o algo así:” y enfatiza cada sílaba “digo que se parece.”

No ayuda al caso particular su advenimiento entre un amplio huesario en poder del ingeniero, sin un origen identificable del cómo llegó ahí:


“Los expertos no lo admiten, porque por lo mismo: no hay en contexto. Inicialmente proviene de Chapala, pero ni se encontró en capa geológica, ni asociado con nada pues no se si lo encontré yo o es de los que yo compraba.”


Gonfoterio rescatado por el ingniero Solórzano


El germen del paleontólogo

George Cuvier hacía a los parisinos no caber en su sorpresa: desenterraba de los mismos suelos de su capital nada menos que los restos de un elefante. ¿Cómo era que un ser tan extraño y silvestre hubiera deambulado alguna vez por terrenos franceses? El 21 de enero de 1796, el Instituto Nacional de Ciencias y Artes de esa nación anunciaba algo no menos extraordinario: los fósiles de los elefantes encontrados en París no se parecían ni a los del elefante africano ni su contraparte asiática; se trataba de una especie “extinta”.


Sensación similar debieron haber sentido los jaliscienses cuando se desenterró el mamut de Catarina, en Zacoalco, y todavía está fresco el hallazgo del gonfoterio de Chapala. El Ingeniero Solórzano estuvo involucrado en ambas extracciones, en la primera como consejero, en la segunda, invitado por su amigo el arqueólogo Otho Schöndube, quien lo saca de apuros ante la anticuada ley mexicana en materia paleontológica, la cual impide la acción directa de un paleontólogo en el acto de desenterrar sus hallazgos:


“El paleontólogo no puede hacer excavaciones: las tiene que hacer el arqueólogo, y entonces dice uno ‘¿Cómo?’ Y el paleontólogo está de mirón.”


Tanto en el caso de Cuvier como en el de Solórzano, se nota el mismo germen del exhumador de fósiles; la misma obsesión por lo poco discernible convirtiendo miles de horas dedicadas a un trabajo metódico en una especie de hedonismo espiritual“cuando a uno le gusta, ¡Huy!; me la pasaba horas enteras en eso.” Confiesa.

“¡A ver, Solórzano!” decía uno de sus maestros, el cual usaba los buenos dotes del joven ingeniero para el dibujo como un eficaz método pedagógico, “¡Pase y dibuje lo que vamos a ver hoy!”. De ahí la gratitud del ingeniero a la paciencia de sus mentores para lo que él llama “su mala memoria”: “Yo dibujaba bien, si usted quiere no me aprendía las cosas bien pero si las dibujaba bien.”


Fue alumno del ingeniero don José Luis Medina Gutierrez, así como de –nada menos que- don José María Arreola, con quienes hacía excursiones al campo del tipo que no puede adquirirse con dinero:


“Era maravilloso ir con esos dos señores” recuerda. “eran dos personas muy inteligentes, muy interesadas en todo, y era un verdadero deleite oírlos comentar sobre geología, sobre paleontología, sobre botánica, sobre todo lo que eran las ciencias naturales. Y ahí fue donde realmente me comenzó a interesar en serio todo lo que era la paleontología.”


En una época donde no era posible estudiar la carrera de biología –menos aún paleontología, profesión a la fecha imposible de estudiar en México-, el ingeniero Solórzano tuvo que apuntar a una franja cercana al blanco: químico farmacobiólogo “no porque me interesara la farmacia, lo que me interesaba era la biología. Fui pésimo para estudiar farmacia: era horrible. Era un peligro para mi estabilidad mental.”


En su primoroso estudio, o en su sótano y ático, donde permanece otra gran colección de fósiles animales o vegetales, me vi abordado por la presencia de una mente cuyo apetito por el conocimiento parecía tan voraz como insaciable, más común en hombres como don José María Arreola que entre el individuo común de todos los días.


“Ahora todos los jóvenes recurren a la computadora y se meten en el Internet a los programas x, pero no hay, realmente, como un buen maestro.”



Los fósiles ya no platican lo que solían hacer

En la marcha de su carrera, el ingeniero Solórzano ha podido ver la transformación sufrida por los dinosaurios magnetizando su imaginación cuando niño; de torpes y pesados reptiles, a criaturas “sino ágiles, cuando menos es otra la manera de trasladarse” a la de entonces, “la manera de comer, la manera de atacar o la manera de defenderse, porque, mediante las computadoras se les ha dado movimiento a las figuras y se sabe más o menos cómo podrían moverse; porqué las colas tan largas, que servían de contrapeso a los cuellos tan largos.”

Al estar Jalisco sepultado por un mar poco profundo en el Mesozoico característico a los dinosaurios, no es probable encontrar restos de estos seres, aún cuando teóricamente sus contrapartes marinas sí debieran permanecer sepultadas y latentes, aguardando en algún apartado recinto por la irrupción de la curiosidad humana:


“Aquí lo que hay mucho son restos del pleistoceno: hay mamutes, hay caballos, hay camello; un poquito menos, del pliosceno, pues hay otras especies: tigre dientes de sable, hay oso, etc. Y del miosceno, un poquito anterior, hay rinoceronte, hay otras especies. El más común es el mamut y el caballo.”


El ingeniero se despidió de mí para regresar a su estudio de lo que ya no existe.

José Langarica


Link:

Conoce el museo de Paleontología de Guadalajara, Federico Sólorzano


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